Los mejores reportajes del Perú profundo y vivencias de un gran aventurero: Las Aldas historia de vida y muerte
Por Álvaro Rocha Revilla
El pingüino aún daba signos de vida cuando nos acercamos a verlo. Murió con el rostro vuelto hacia el Sol. Vi las gotas golpear en sus ojos abiertos. Eran lágrimas de Flor, la fotógrafa. Recordé otros ojos en otros tiempos y por un segundo me sentí enfermo. Estábamos en La Gramita, rodeados de un estupendo escenario natural, pero tuve la sensación que este hecho no era casual, sino una alegoría del “progreso” mal entendido, que a veces parece más un sistema –capitalista o comunista- en guerra contra la Tierra. “Un monstruo grande y pisa fuerte”, cantaba León Gieco, que se aplica ahora al tema del abuso irracional de los recursos.
Nos dimos cuenta de este descalabro de los recursos marinos cuando en compañía de Jesica Andrade y Ricardo Ramírez, nos dirigimos al sobreestimado restaurante Tato en Barranca. Yo había ido numerosas veces cuando Tato todavía estaba vivo y la pesca de arrastre no devastaba la fauna marina con total impunidad e inacción de las autoridades. De hecho, hace más de una década no consumo un cebiche mixto o un arroz con mariscos, porque lo que te sirven es un chiste. En los ochenta uno podía ir a una playa como Chilca y bastaba remover los pies en la arena para juntar una apreciable cantidad de machas. Hoy no hay machas, los choritos son unas miniaturas, y los caracoles que antes abundaban (recuerdo una vez que con el inolvidable Bore recogimos una obscena cantidad de caracoles -con los que alimentamos a toda nuestra mancha- en la cueva bajo la Catedral, en Paracas, cuando todavía seguía en pie). Para acabar con Tato, Ricardo se asó porque una hora antes le aseguraron que había mero y naca la pirinaca, peor aún no tenían su célebre tacu tacu con mariscos, y ni siquiera chicha morada. Parafraseando a Leuzemia, “al Tato no vuelvo más, ni huevón”.
Sin embargo, estas angustias propias de la modernidad, cuyos beneficios, al margen de los tecnológicos, no alcanzamos a percibir, quedan opacadas por el majestuoso desierto que paladeamos entre Barranca y La Gramita, que transmite una serenidad encendida con sus colinas de diferentes colores. La costa de Áncash es de las más alucinantes del país. Esta intrigante geografía oculta las playas más bellas del Perú, la mayoría sin acceso carretero confiable, y joyas arqueológicas como El Castillo, Las Aldas, Chankillo, y Sechín. Cuando se conduce por el desierto, la carretera (en esta zona es una autopista) puede convertirse en una línea infinita hacia el vacío. Sobre todo, cuando se es el único que va por allí. Y te estremece más que tres Red Bulls. En 2 horas cubrimos los 153 Km. entre Barranca y La Gramita (Km. 347). En su zona sur se estira la caleta de pescadores, con bodegas, restaurantes, y una playa de arena, de mar amable donde se pueden realizar paseos en bote. Al norte la geografía, aunque rocosa, es más estética. Se le conoce como Las Mellizas y dispone de una hermosa isla a una centena de metros de la orilla a la que se accede por un amplio camino en marea baja.
Aunque mi obsesión era conocer las Aldas (de por lo menos 5 mil años de antigüedad y construido en piedra), descubierto por Fréderic Engel, y que en mi anterior visita el 2012 no había podido realizar. Es destacable que una de las, asistentes de investigación fuera Rosa Fung (nacida en Casma en 1935), que hasta ahora le guarda admiración al arqueólogo suizo Engel. Sin embargo, primero nos encontramos con Dante Scarpati, dueño del hotel Las Aldas: unos bellos bungalows frente al mar, y del que muchos mochileros se quejan porque no les permite acampar en la orilla a pesar de ser un derecho constitucional.
Pero, definitivamente, el clímax de esta visita reside en trepar al complejo arqueológico Las Aldas (a 20 minutos de caminata). Si bien el monumento, abandonado como todo lo cultural en el Perú, sin entender que es una inversión, mantiene su magnificencia, con siete plataformas superpuestas (incluida una plaza hundida) comunicadas por una escalinata de piedra. Al llegar a la parte alta se tiene uno de los mejores panoramas de la costa peruana: se entiende todo el poder y belleza del mar y la intención de los antiguos peruanos para mostrar la íntima relación entre hombre y naturaleza.
Al regresar pasamos junto al cadáver del pingüino y tuve de pronto el ridículo deseo de hablarle, de perforar el muro de la muerte, de nuestra muerte.